miércoles, 1 de diciembre de 2010

AFSANA (II)


Dejo que todo mi cuerpo se evapore y me imagino hace cincuenta años. Cubierta de pies a cabeza con un vestido largo hasta abajo y con un pañuelo negro que me cubre las orejas y el pelo. Camino por la calle principal con paso torpe, doblo la esquina y el tufo a agua caliente me retiene delante de un gran portal de madera con detalles dorados. En la esquina, acurrucada entre dos escalones veo a Afsâna. De espaldas. Una goma rosa fucsia le recoge el pelo hacia atrás y lo deja caer sobre su pequeño cuello como un plumero. En su mano aguanta un dulce de color rojo y se relame a cada mordisco. Pone la mano en visera cuando mira atentamente por la rendija de la ventana y agita todo el cuerpo echando la cabeza hacia atrás cuando se ríe. De vez en cuando, cuando pasa un señor mayor, se pone seria y disimula planchándose la falda con el brazo y mirando a otro lado. Luego vuelve a su labor, a la que dedica horas cuando consigue salir del colegio antes de la cena: mirar por la rendija cómo las manos arrugadas de su abuela limpian los cuerpos de aquellas mujeres del barrio. La madre de Hassan y la de Amin. También está Aisha, Dalia y Latifa, la profesora de lengua. La reconoce aunque la vea a medias y de forma perpendicular desde la grieta. Conoce sus movimientos de profesora, cuando mueve las manos como dirigiendo una orquestra y dibuja con el dedo en el aire.

Entre agua y agua hablan de sus maridos, de la familia y de trabajo. Ella nunca ha entrado porque no quiere quitarse la ropa delante de gente que no conoce y tiene miedo de resbalar en el mármol con los zuecos de madera que tienen tacón. Pero le fascina el ritual de taparse tan sólo con una toalla y saber que es un secreto. Nunca le pregunta nada a su abuela de las limpias, del agua, del mármol ni de las mujeres porque tiene miedo de tener que hacerlo también. Ella quiere ser profesora, como Latifa. Eso sí le cosquillea el ombligo.

Vuelvo a las entrañas del edificio blanco cuando la mano de Afsâna rebota en mi frente. Tardo un poco en organizar mis pensamientos hasta que mis ojos se encuentran con sus ojos. Me enseña sus dientes oscuros con una media sonrisa y por el gesto brusco de su mano deduzco que hemos terminado. Pero al amago de levantarme me presiona los hombros hacia el mármol y me señala un reloj imaginario en su muñeca “five minuts”. Yo obedezco y me mantengo en posición horizontal. Una gota recorre mi frente dirección al suelo y mi respiración es lenta y densa. El pañuelo empapado de cuadro se me pega a las piernas como ventosas y tengo la sensación de flotar en un charco de lava.

Salgo de los entresijos del laberinto, me seco, me cambio, huelo el calor y la humedad por última vez y respiro la tranquilidad. Antes de salir miro la sala de reojo. Afsâna se peina frente al espejo de cristal con motas negras. Doy la vuelta y salgo por la puerta con un halo de remordimiento por no despedirme. Ni tan siquiera un gracias, “Tesé Kur ederim”.

Abro la gran puerta de madera y salgo levitando por la acera. Giro en el primer cruce y un camión a toda velocidad sacude mi sosiego y mi cara. Como un guantazo en la mejilla.



jueves, 25 de noviembre de 2010

AFSANA


Húmedo, denso, caliente. Vaho. El agua resbala por la piel lentamente. Por el hombro, los senos descubiertos, recorre el pezón duro, merodea el ombligo, luego la toalla de cuadros, y se pierde hasta el suelo. De un mármol centenario. Blanco y gris. Todo igual. Las paredes, las pilas y las fuentes. Pero los grifos no, los grifos son dorados. Hay varios repartidos por cada pared y no paran de escupir agua hacia abajo, hasta el charco de la bañera que forma ondas hacia los lados. Y el agua rebosa y no consigue retenerse entre las paredes templadas y también cae abajo, juguetona.

Mis pies desnudos se deslizan por el suelo mojado, como bailando un vals con el agua y con el vapor, que se revuelve cuando muevo las piernas, y forma remolinos. Camino por todo un mundo mojado con miedo a resbalar y pienso en todas las miles de mujeres que han sentido la misma desconfianza al pisar este mármol empapado. La misma superficie pero distinta agua.

Dejo atrás un espacio y atravieso una puerta sin puerta hacia una nueva zona. La niebla también predomina en el ambiente y el calor dificulta la respiración pero me siento como un pájaro volando al límite de la atmósfera.

Una ojeada y veo a una gran señora que espera sentada en el ángulo de las dos paredes. Viste un bañador negro que le cubre hasta la cintura, los tirantes caen hacia abajo y deja los pechos al descubierto. Se levanta al verme y me da la bienvenida con una sonrisa amigable. Desprende respeto y admiración, y muestra su cuerpo secreto con naturalidad.

A sus espaldas reposa una tinaja de color plata que recoge con delicadeza y sacude en el aire. Las gotas rebotan en el mármol y resuena por toda la sala, con eco. Me siento en una película de terror en medio de una cueva escuchando el vacío.

La contundente señora rellena la tina de agua con el grifo plateado, ¡¡¡Splash!!! Doy un brinco al notar cómo el líquido frío explota contra mi cara. Y no puedo abrir los ojos durante unos segundos y se me erizan los pelos y todo, por el calor del vaho. Consigo enfocar mi retina y a través de una cortina de gotas contemplo cómo la mujer sacude un trapo cubierto de jabón blanco. Su cuerpo también se zarandea de un lado a otro y su cara se arruga y se muerde el labio de concentración. Frota la tela para conseguir una pasta espumosa que le cubre todas las manos y que le salpica gotas blancas por su piel.

Salgo de mi película con otro golpe de agua en todo el cuerpo, y esta vez me río. Decido poner nombre a la mujer y así convertirla en compañera. A falta de palabras, Afsâna me señala un pedazo de mármol del suelo e indica que me tumbe. Yo le hago caso y noto cómo la piedra caliza se me pega en la espala como una babosa gigante. Siento cosquilleo en la planta del pie y me incorporo para ver qué pasa. Afsâna masajea mis dedos a conciencia y con todo el jabón del mundo. Me relajo. El agua atraviesa mi piel y la espuma purifica mis poros.


(Parte I)

jueves, 14 de octubre de 2010

Pinceladas de juventud




Nos miramos directamente a los ojos el mismo día en que te hiciste un piercing en la nariz. Yo me acababa de cortar el pelo a la moda, - un corte desigual y un flequillo ladeado que me cubría media cara-. Fumábamos cigarrillos de liar, bebíamos cafés sin azúcar y cerveza de tirador. Una época en la que nada era lo suficientemente importante como para preocuparnos. Eludíamos cualquier responsabilidad, nos reíamos de los que vestían con corbata, de los que corrían para no perder el tren y de los que se embarcaban en la gran aventura de formar una familia. Todo eso nos parecía banal y poco atractivo mientras pudiésemos escuchar a Leonard Cohen a media noche, prescindir del dinero y llevarnos un canuto a la boca de vez en cuando.

Te miré y me guiñaste el ojo. A mí se me escapó una carcajada con el café en la boca y te contagié la risa. Sacaste una boquilla del bolsillo de la chaqueta y te liaste un cigarrillo como quien acaricia un fular de seda. Yo jugaba con el azúcar desparramado por la mesa y notaba los ojos de la camarera clavados en la espalda, te está mirando, dijiste. Que se joda, contesté sin levantar la cara del azúcar. Más por hacerme la dura que por otra cosa. Mi madre es camarera. Pero esas respuestas groseras sólo me salían contigo. Porque te reías y luego me lanzabas esa mirada de aprobación por saltarme las reglas. Porque te gustaba esa yo pasota, esa chica de ciudad que funciona a contracorriente y que yo sabía que te encantaba. Mi mundo contigo era otro mundo.

Luego me dibujaste un corazón con tus labios y con un chasqueo de dedos me indicaste que nos íbamos, sin pagar. Que debíamos salir en pocos segundos por la puerta de cristal, caminar tranquilos hasta la salida y luego correr al doblar la esquina. Unos segundos para mí terroríficos. Corríamos con todas nuestras fuerzas, yo detrás tuyo, asustada, con los pelos por la cara y jadeando. Hasta escondernos en un portal. Yo asomaba la cabeza con mi corazón retumbando por todo el callejón por si alguien nos seguía. ¿Qué miras renacuajo?, preguntabas apoyado en la pared con la chaqueta de cuero colgando del hombro y con el cigarrillo apagado entre los dientes. Yo soltaba un resoplido para liberarme del miedo mientras admiraba tu pose de superhombre en plan Lucky Luke. Pero sin Jolly Jumper. Entonces me cogías y me besabas contra la pared. Como dos enamorados. Unos minutos de pasión en los que sólo existían nuestros alientos y nuestros cuerpos exhaustos. Tú y yo solos, al margen de todo.

Pero acabaron los años de instituto. Comencé la universidad y tú te perdiste en varios mecánicos de la ciudad arreglando los coches de los ricos. Dejamos de saltarnos las reglas, de huir sin pagar, de pasar toda la tarde sin hacer nada, de besarnos con pasión y simplemente, de vernos.

Alguna vez te busqué entre los coches para saludarte y charlar un rato… luego, nuestra conversación se convirtió en monosílabos aburridos, y perdimos el interés el uno por el otro.

Unos años después te vi, a través de la ventanilla de mi coche, de la mano de un niño pequeño, era igual que tú y jugabas con él lanzándolo al aire con un brazo. Te habías puesto camisa y andabas como un señor. Di un brinco cuando el claxon del coche de atrás sonó y miré el reloj con un acto reflejo. Llegaba tarde a la reunión.

martes, 7 de septiembre de 2010

Momentos estelares


Lo conocí cuando empecé a trabajar en esa oficina de mala muerte. Tan sólo descolgaba el teléfono, citaba a los clientes, ponía en marcha asuntos importantes y luego los reunía en la sala. Todos en las butacas alrededor de esa imponente mesa brillante llena de papeles. Yo exponía mi tema sobre unos tacones de vértigo que pretendían dar un toque de elegancia, pero con los que creía caer al vacío a cada paso. Se trataba de un buen puesto de trabajo en el que no encajaba.

Él no estaba ni en las reuniones ni en la oficina. Éramos colegas de trabajo y nos limitábamos a zanjar temas por teléfono. Yo le vendía publicidad y él intentaba encajarla en los huecos de su programa. Con el tiempo coincidimos en algún acto e intercambiamos algunas palabras sin interés, puro protocolo.

Una mañana, entre un desbarajuste de papeles, vi colarse un mail caprichoso entre el correo no deseado, “¿Quedamos?, no sé si podré soportar no verte en los eventos” Por aquel entonces yo había logrado dejar ese trabajo y estaba a la espera de colocarme en otro que me ofrecía más expectativas fuera de aquí. Me sorprendió su sinceridad virtual y su manera directa de declararse, pero no le di más importancia y por defecto profesional le cité, “Te veo mañana a las 8 en el bar de la Plaza Elíptica”.

Cuando llegué él ya estaba allí. Esperaba en la última silla al lado de la ventana y miraba cómo la lluvia empapaba el cristal. En la mesa reposaba un café por terminar y un cigarrillo humeante le acariciaba la cara, como en las películas. Me gustó la imagen y me acerqué a lo Audrey Hepburn con aires de grandeza aunque algo torpe.

- Vaya, pensaba que no vendrías…

- Pues sí, aquí me tienes.- respondí como quien no quiere la cosa cuando en realidad no pude ser más puntual.

- Mi mujer y yo estamos pasando una mala racha…

- Aha… - no supe qué decir ante tanta franqueza.

- Tengo 35 años, dos hijos y un matrimonio de 15 años que se está yendo a la mierda, - apagó el cigarrillo sin terminar y soltó el humo de un resoplido.- hemos intentado de todo pero ya no es lo mismo…

- Eso pasa mucho hoy en día…- alcé la mano hacia el camarero y por poco le pido un whisky doble.- Un cortado por favor…..

Siguió hablando y yo intenté poner las cosas en su sitio mientras fingía prestarle atención. “Es casi 10 años mayor que yo, acabo de aterrizar en el mundo de la responsabilidad y ahora él, al que he visto apenas dos veces, me habla como si de una sesión de terapia se tratase”.

- …cada vez que lo pienso lo tengo más claro…- la frase me retumbó en la cabeza, volví a la conversación y asentí muy convencida mientras hablaba.

- ...además, desde que te vi supe que eras diferente, que podemos congeniar…- en ese momento me dio la sensación de haber perdido el hilo..

- Pero ¿qué dices? Si ni siquiera te conozco..

- Lo sé, pero a veces esas cosas no hacen falta para saber que puede ir bien, y ahora que sé que te vas, se me cae el mundo al suelo. – me recoloqué en la silla y presté atención. La cosa se ponía interesante y volví a verme en el papel de Audrey.

- Eres guapa, inteligente, simpática y super educada por teléfono, eso sí, educadísima…

- Bueno, así debo tratar a los clientes…- luego cerré los ojos y disfruté notando cómo sus palabras rebotaban en mi cara suavemente, guapa, alucinante, especial… tras varios piropos la cosa empezó a ponerse seria y salí de la película para volver a la realidad. “Este tío se me está declarando en medio de un bar, ¡y va en serio!”.

- Te invito a mi casa, estoy sólo. – me atraganté con el café y al primer aspaviento me salió un poco por la nariz. ¡Joder! Cogí una servilleta y me limpié la boca - Nyosfé… - balbuceé.

- Sólo será esta noche, no sabes las ganas locas que tengo de tenerte cerca, de dormir contigo y sentir tu respiración en la nuca…

- Qué poético.- se me escapó.

Pasó un buen rato sin darme cuenta. Él cogió otro cigarrillo del bolsillo y se lo encendió a cámara lenta. No soy partidaria de las infidelidades ni me gustan los hombres lloricas cuando lo tienen todo. Pero en ese momento dudé y pensé, qué coño, ¿por qué negarle un capricho a un hombre tan consentido?

Luego una elipsis de tiempo me transportó al recibidor de su piso. Limpio, ordenado y decorado con gusto femenino. Caminé en silencio por el estrecho pasillo y me fijé en todo. Las fotos de su mujer que cubrían las paredes me mantuvieron absorta durante unos segundos y no pude evitar fijarme en su atractivo, ¡Parece mentira que un hombre pueda olvidarse tan rápido de la belleza de la mujer con la que duerme cada noche y a la que un día le declaró tooodo su amor! Pasamos el baño y él se perdió en la cocina. Yo llegué al salón y me estremecí. El rincón de la derecha, junto al sofá, se había convertido en un fuerte comanche donde los juguetes rebosaban desordenados: un coche teledirigido descansaba contra la pared, un G.I Joe dormía boca arriba en posición amenazante, unas piezas mantenían en pie la pared de un castillo a medio hacer, y un oso de peluche me miraba con un solo ojo amenazador, “¿estás segura?…”. Di un brinco y giré la cara, ¡pero qué porras hago aquí!

Al poco apareció él con un vaso de agua. Me lo ofreció y antes de que pudiera dar un sorbo nuestras bocas se retorcían en una locura transitoria. Dejé el vaso de agua sobre la mesa sin mirar y nos arrastramos hasta la habitación. Intenté echarle un vistazo asomándome tras su cara mientras nos besábamos. Nos estiramos en la cama y noté la atenta mirada de su mujer clavada en mi espalda desnuda observándonos desde la pared. Sonreía a cámara con un vestido blanco reluciente mientras se sujetaba la corona de recién casada. Intenté imaginarme en otro contexto y me escabullí entre las sábanas.

Al día siguiente salí de su piso con un halo de remordimiento y de emoción que me persiguió todo el día. Al poco recibí un mensaje en el móvil, ¿dónde andas?. Le respondí que al lado de su casa, ¿ya me echas de menos?. Desde entonces no le he vuelto a ver. Yo empecé mi nuevo trabajo en una nueva ciudad y me olvidé del tema. Poco después supe que se divorciaron tras nuestra noche de locura y por una vez me sentí parte de una telenovela. Para entonces yo ya había tomado la decisión de no casarme hasta los 40.

miércoles, 25 de agosto de 2010

Escenas de cine


He abierto la ventana para que pasara el aire en el salón de mi casa y 4 pisos más abajo, a pie de calle, una pareja reñía. He dudado entre quedarme mirando o hacerme un sandwich. La curiosidad me ha vencido y he apoyado las manos para ver mejor.

Ella agitaba los brazos con fuerza y gritaba frases incomprensibles a mi oído. Él se ha sentado con un gesto de agotamiento y ha apoyado la cabeza en sus manos cubriéndose la cara. Desde aquí me ha parecido notar un largo suspiro que desprendía toda una vida. Probablemente a la chica le ha molestado que su novio, pareja, amigo, o lo que fuese, hablara tanto con tan poco, y ha soltado una especie de gruñido salvaje. Luego ha cogido el casco de moto que reposaba en el banco y lo ha lanzado al suelo con todas sus fuerzas. Ha sido tal la furia de la joven que ella misma se ha asustado y ha habido un silencio de unos segundo, se ha llevado la mano a su cabeza y ha hecho un movimiento con la intención de cogerlo. El chico, como un auténtico caballero de capa negra y gesto resentido, le ha frenado con la mano y se ha agachado.

A partir de entonces la escena ha adquirido un aire más relajado. El casco ha pasado a ser el centro de atención del gentil caballero. Una vuelta, otra y otra…”no, ningún rasguño”.

Mientras, la novia, amiga, pareja o lo que sea, ha continuado hablando sin percatarse de que sus palabras habían perdido peso para su oyente y que sólo la miraba a ratos con cara de interés fingido. De repente, mi ventana ha hecho un amago de querer cerrarse con un golpe de viento para taparme los ojos ante tal chismorreo. He conseguido frenar el movimiento con la mano y me he pillado un dedo. Mierda. Me lo he metido en la boca para aliviar el dolor y he vuelto a sacar la cabeza por la ventana. El casco reposaba en el suelo de nuevo y el banco se había convertido en un lugar para dos en el que resbalaban los remordimientos y el enfado hasta caer en la acera y perderse entre los coches. He pensado que en esos segundos de ausencia me he perdido un capítulo entero.

Justo el episodio en el que, tanto el chico como la chica, se imaginan estrangulándose el uno al otro. Luego reflexionan y piensan que es mejor ahorrarse la escenita, tragarse el orgullo, pasar la página emborronada y escribir una nueva. A eso le llamo, en términos terapéuticos, “visualización de la balanza”. Pero no todos ven lo mismo, claro.

Mi compañero de piso echó a perder una relación de dos años porque en su mente sólo se veía reflejado a él mismo y con el culo al aire. Al parecer a su novia le gustaba demasiado la fiesta y le vaciaba el bolsillo. Asegura que ahora ahorra una media de 300 euros al mes. Estoy segura de que otros simplemente visualizan un manchurrón negro indefinido. Eso es que la relación se ha ido al cuerno.

Vuelvo a mirar abajo para seguir con la película. Demasiado tarde, se han desvanecido. Ni rastro de chica ni de caballero de capa negra. Ahora un hombre trajeado consulta algo en su teléfono móvil sentado en el banco. Me alejo del alféizar, cierro la ventana y me entra hambre de sandwich.

miércoles, 18 de agosto de 2010

Sex Symbol


Qué duro es ser una sex symbol. Así tituló una compañera de trabajo, el que podría ser el nombre de la novela que tratase de su vida. Resultó ser un concurso. Ganó y se fue a los Ángeles con su novio. Una semana de placer con todos los gastos pagados, en una de las ciudades más importantes del mundo, por escribir 7 palabras.

Ella no es exactamente lo que se entiende por una sex symbol: abundante melena rubia y teñida, que roza unos protuberantes pechos postizos y que asoman bajo un tremendo escote sin complejos. Tampoco tiene andares de pavo real, ni acostumbra a vestir ropa ceñida. No zarandea el muslamen bajo su falda corta ni tiene una de esas carcajadas histriónicas que anuncian a los presentes, que la tremenda mujer ha llegado.No es nada de eso, pero es una chica sexy porque ella lo dice. Y eso cuenta.

Hace pocas semanas consiguió hacerse con el carnet de conducir tras varios intentos fallidos y ahora conduce por Madrid con un Micra de color rojo al que llama Niko. Es de segunda mano, pequeño, de gasolina y sin dirección asistida. Todo ello lo hace una fascinante reliquia-móvil que le va como anillo al dedo. Con él conduce hasta el trabajo vestida de punta en blanco y con unas zapatillas de deportes que esconde bajo los pedales y guarda en una bolsa después de aparcar. Los sé porque he compartido mañanas de un perfecto y tenso viaje por la jungla de la capital. Luego nos reímos.
En la redacción siempre luce una eterna sonrisa en su cara bonita y saluda con un ímpetu que te hace saltar de la silla"¡hola chicos!". Luego se sienta frente al ordenador y me pide un masaje, "Lu...anda..., luego te lo doy yo. Un poco más arriba, ahí... en redonda...", así, hasta que le doy una viso, "me toca". Y nos turnamos.

Probablemente no se muestre como una Brigitte Bardot en el Bulevar del Ron. Pero su elegancia la convierte en una auténtica diva. Tanto, que incluso se ha agenciado la potestad de condecorar a las mujeres que, según su parecer, también son chicas sexys. Yo todavía espero su bendición. Lo de adjudicar ese don puede que no sea cosa fácil. Quizá de ahí venga lo de “qué duro es ser una sex symbol”…

Trabajo


Hoy un compañero de trabajo me ha dicho que me dejaba el saco y la mochila con una cantimplora en la puerta de la redacción. Se ha creído que pasaría la noche aquí...