jueves, 14 de octubre de 2010

Pinceladas de juventud




Nos miramos directamente a los ojos el mismo día en que te hiciste un piercing en la nariz. Yo me acababa de cortar el pelo a la moda, - un corte desigual y un flequillo ladeado que me cubría media cara-. Fumábamos cigarrillos de liar, bebíamos cafés sin azúcar y cerveza de tirador. Una época en la que nada era lo suficientemente importante como para preocuparnos. Eludíamos cualquier responsabilidad, nos reíamos de los que vestían con corbata, de los que corrían para no perder el tren y de los que se embarcaban en la gran aventura de formar una familia. Todo eso nos parecía banal y poco atractivo mientras pudiésemos escuchar a Leonard Cohen a media noche, prescindir del dinero y llevarnos un canuto a la boca de vez en cuando.

Te miré y me guiñaste el ojo. A mí se me escapó una carcajada con el café en la boca y te contagié la risa. Sacaste una boquilla del bolsillo de la chaqueta y te liaste un cigarrillo como quien acaricia un fular de seda. Yo jugaba con el azúcar desparramado por la mesa y notaba los ojos de la camarera clavados en la espalda, te está mirando, dijiste. Que se joda, contesté sin levantar la cara del azúcar. Más por hacerme la dura que por otra cosa. Mi madre es camarera. Pero esas respuestas groseras sólo me salían contigo. Porque te reías y luego me lanzabas esa mirada de aprobación por saltarme las reglas. Porque te gustaba esa yo pasota, esa chica de ciudad que funciona a contracorriente y que yo sabía que te encantaba. Mi mundo contigo era otro mundo.

Luego me dibujaste un corazón con tus labios y con un chasqueo de dedos me indicaste que nos íbamos, sin pagar. Que debíamos salir en pocos segundos por la puerta de cristal, caminar tranquilos hasta la salida y luego correr al doblar la esquina. Unos segundos para mí terroríficos. Corríamos con todas nuestras fuerzas, yo detrás tuyo, asustada, con los pelos por la cara y jadeando. Hasta escondernos en un portal. Yo asomaba la cabeza con mi corazón retumbando por todo el callejón por si alguien nos seguía. ¿Qué miras renacuajo?, preguntabas apoyado en la pared con la chaqueta de cuero colgando del hombro y con el cigarrillo apagado entre los dientes. Yo soltaba un resoplido para liberarme del miedo mientras admiraba tu pose de superhombre en plan Lucky Luke. Pero sin Jolly Jumper. Entonces me cogías y me besabas contra la pared. Como dos enamorados. Unos minutos de pasión en los que sólo existían nuestros alientos y nuestros cuerpos exhaustos. Tú y yo solos, al margen de todo.

Pero acabaron los años de instituto. Comencé la universidad y tú te perdiste en varios mecánicos de la ciudad arreglando los coches de los ricos. Dejamos de saltarnos las reglas, de huir sin pagar, de pasar toda la tarde sin hacer nada, de besarnos con pasión y simplemente, de vernos.

Alguna vez te busqué entre los coches para saludarte y charlar un rato… luego, nuestra conversación se convirtió en monosílabos aburridos, y perdimos el interés el uno por el otro.

Unos años después te vi, a través de la ventanilla de mi coche, de la mano de un niño pequeño, era igual que tú y jugabas con él lanzándolo al aire con un brazo. Te habías puesto camisa y andabas como un señor. Di un brinco cuando el claxon del coche de atrás sonó y miré el reloj con un acto reflejo. Llegaba tarde a la reunión.