miércoles, 25 de agosto de 2010

Escenas de cine


He abierto la ventana para que pasara el aire en el salón de mi casa y 4 pisos más abajo, a pie de calle, una pareja reñía. He dudado entre quedarme mirando o hacerme un sandwich. La curiosidad me ha vencido y he apoyado las manos para ver mejor.

Ella agitaba los brazos con fuerza y gritaba frases incomprensibles a mi oído. Él se ha sentado con un gesto de agotamiento y ha apoyado la cabeza en sus manos cubriéndose la cara. Desde aquí me ha parecido notar un largo suspiro que desprendía toda una vida. Probablemente a la chica le ha molestado que su novio, pareja, amigo, o lo que fuese, hablara tanto con tan poco, y ha soltado una especie de gruñido salvaje. Luego ha cogido el casco de moto que reposaba en el banco y lo ha lanzado al suelo con todas sus fuerzas. Ha sido tal la furia de la joven que ella misma se ha asustado y ha habido un silencio de unos segundo, se ha llevado la mano a su cabeza y ha hecho un movimiento con la intención de cogerlo. El chico, como un auténtico caballero de capa negra y gesto resentido, le ha frenado con la mano y se ha agachado.

A partir de entonces la escena ha adquirido un aire más relajado. El casco ha pasado a ser el centro de atención del gentil caballero. Una vuelta, otra y otra…”no, ningún rasguño”.

Mientras, la novia, amiga, pareja o lo que sea, ha continuado hablando sin percatarse de que sus palabras habían perdido peso para su oyente y que sólo la miraba a ratos con cara de interés fingido. De repente, mi ventana ha hecho un amago de querer cerrarse con un golpe de viento para taparme los ojos ante tal chismorreo. He conseguido frenar el movimiento con la mano y me he pillado un dedo. Mierda. Me lo he metido en la boca para aliviar el dolor y he vuelto a sacar la cabeza por la ventana. El casco reposaba en el suelo de nuevo y el banco se había convertido en un lugar para dos en el que resbalaban los remordimientos y el enfado hasta caer en la acera y perderse entre los coches. He pensado que en esos segundos de ausencia me he perdido un capítulo entero.

Justo el episodio en el que, tanto el chico como la chica, se imaginan estrangulándose el uno al otro. Luego reflexionan y piensan que es mejor ahorrarse la escenita, tragarse el orgullo, pasar la página emborronada y escribir una nueva. A eso le llamo, en términos terapéuticos, “visualización de la balanza”. Pero no todos ven lo mismo, claro.

Mi compañero de piso echó a perder una relación de dos años porque en su mente sólo se veía reflejado a él mismo y con el culo al aire. Al parecer a su novia le gustaba demasiado la fiesta y le vaciaba el bolsillo. Asegura que ahora ahorra una media de 300 euros al mes. Estoy segura de que otros simplemente visualizan un manchurrón negro indefinido. Eso es que la relación se ha ido al cuerno.

Vuelvo a mirar abajo para seguir con la película. Demasiado tarde, se han desvanecido. Ni rastro de chica ni de caballero de capa negra. Ahora un hombre trajeado consulta algo en su teléfono móvil sentado en el banco. Me alejo del alféizar, cierro la ventana y me entra hambre de sandwich.

miércoles, 18 de agosto de 2010

Sex Symbol


Qué duro es ser una sex symbol. Así tituló una compañera de trabajo, el que podría ser el nombre de la novela que tratase de su vida. Resultó ser un concurso. Ganó y se fue a los Ángeles con su novio. Una semana de placer con todos los gastos pagados, en una de las ciudades más importantes del mundo, por escribir 7 palabras.

Ella no es exactamente lo que se entiende por una sex symbol: abundante melena rubia y teñida, que roza unos protuberantes pechos postizos y que asoman bajo un tremendo escote sin complejos. Tampoco tiene andares de pavo real, ni acostumbra a vestir ropa ceñida. No zarandea el muslamen bajo su falda corta ni tiene una de esas carcajadas histriónicas que anuncian a los presentes, que la tremenda mujer ha llegado.No es nada de eso, pero es una chica sexy porque ella lo dice. Y eso cuenta.

Hace pocas semanas consiguió hacerse con el carnet de conducir tras varios intentos fallidos y ahora conduce por Madrid con un Micra de color rojo al que llama Niko. Es de segunda mano, pequeño, de gasolina y sin dirección asistida. Todo ello lo hace una fascinante reliquia-móvil que le va como anillo al dedo. Con él conduce hasta el trabajo vestida de punta en blanco y con unas zapatillas de deportes que esconde bajo los pedales y guarda en una bolsa después de aparcar. Los sé porque he compartido mañanas de un perfecto y tenso viaje por la jungla de la capital. Luego nos reímos.
En la redacción siempre luce una eterna sonrisa en su cara bonita y saluda con un ímpetu que te hace saltar de la silla"¡hola chicos!". Luego se sienta frente al ordenador y me pide un masaje, "Lu...anda..., luego te lo doy yo. Un poco más arriba, ahí... en redonda...", así, hasta que le doy una viso, "me toca". Y nos turnamos.

Probablemente no se muestre como una Brigitte Bardot en el Bulevar del Ron. Pero su elegancia la convierte en una auténtica diva. Tanto, que incluso se ha agenciado la potestad de condecorar a las mujeres que, según su parecer, también son chicas sexys. Yo todavía espero su bendición. Lo de adjudicar ese don puede que no sea cosa fácil. Quizá de ahí venga lo de “qué duro es ser una sex symbol”…

Trabajo


Hoy un compañero de trabajo me ha dicho que me dejaba el saco y la mochila con una cantimplora en la puerta de la redacción. Se ha creído que pasaría la noche aquí...

martes, 17 de agosto de 2010

Domingo



Me he levantado y me he espachurrado en el sofá sin desayunar. He cogido el mando y he encendido la tele en un acto inconsciente, mecánico. He zapeado unos segundos: una periodista entrevistaba a una mujer a la que se le ha caído media casa encima por un problema en los cimientos. En otro canal, el entrevistador intentaba exprimir al máximo los sentimientos de una joven que ha acudido al plató porque su novio le “ha puesto los cuernos con la pastelera del barrio”. Estará más buena, he pensado yo. En otro click he visto cómo el presentador de un programa se relamía al probar un delicioso guiso recién cocinado, lo que me ha recordado que hoy es domingo y no puedo comprar nada. Luego he descubierto cómo evitar que una avispa te pique en medio de la playa gracias a un super-invento casero hecho con una botella y un poco de Coca-cola. Me lo he apuntado en un papel para hacerlo cuando consiga salir de Madrid. En otro click, una tal Maru se quejaba de la vecina de arriba: al parecer tiene la extraña manía de mover los muebles a altas horas de la noche. “¡ya no puedo más con esto joé!”, ha gritado arrebatándole el micrófono al periodista. En el resto, nada interesante. Tal como ha dicho Mafalda en su viñeta, sólo hay televisión.

Ejercicios mentales

Llego sudando con la mochila colgada del hombro y abro la puerta de un empujón. La mujer que aguarda detrás del mostrador me mira con asombro, “¡niña que aquí todavía te vas a cansar más!”, saludo con la boca abierta y me excuso diciendo que nunca me gusta llegar tarde a la clase de Piernas y Glúteos. En realidad no quiero perderme el espectáculo de hombres altos y fornidos paseando por entre las máquinas con la tolla enrollada en la cintura. Siempre a la misma hora. Justo antes de la clase de las 9 se pasean así, como si nada. Yo camino por el pasillo hasta los cambiadores con la cabeza gacha, como disimulando. Ya en el vestidor es otra cosa. Saludo y consigo alcanzar un trozo de banqueta que ha quedado vacía. El ambiente es caldeado y todas las mujeres hablando al mismo tiempo me hacen sentir como en la cola del super. Al abrir la mochila me doy cuenta de que he olvidado los calcetines de gimnasio. Parecería una cosa poco importante si los que llevara puestos no fueran de Pluto y su hijo en un tarde de pesca. Opto por girármelos para que parezcan abstractos y darle un punto cool al asunto. Me visto corriendo y salgo por la puerta embutida en las mallas negras a juego con una camiseta de tirantes holgada y los calcetines indeterminados.

Me dirijo a la clase, no sin antes echar un vistazo a la pista: un chico musculado gime al levantar casi 50 kilos, otro más joven intenta hacer lo mismo pero sólo con 20, más adelante varias chicas se amontonan a la entrada de nuestra sala. Nunca he tenido especial interés en esta sesión, pero la llegada del verano me tiene martirizada y quiero rebajar unas tallas antes de deprimirme delante del espejo con el bikini del año anterior. Atravieso la masa de mujeres hasta la sala, -todas parecen salidas de un cásting para ser la mejor animadora-, y tan sólo pisar la clase maldigo todos los anuncios de tías buenas que salen por la tele.

Juan, el chico guapo de ojos achinados, imparte la clase: siempre me ha irritado su manera de animarnos. En los momentos más oportunos, cuando intentamos estirar el músculo Serrato Mayor, en la posición más ridícula posible, se pasea entre las colchonetas y nos observa atentamente, “venga chicas, 5 veces más, que sepáis que lo hago con todo el amor del mundo”, y nos recuerda que estamos deseosas de cariño.

Vuelvo al mundo real y doy la vuelta para salir de clase. Demasiado tarde. Las aspirantes a actrices obstruyen la puerta entrando a paso ligero. Noto una palmadita en las espalda. Es Juan que me invita a pasar a su clase antes de que sea demasiado tarde. Me giro y sonrío con una mueca forzada, él me responde con un guiño de profe de gimnasia y mira mis calcetines de reojo. Logro escapar de sus garras antes de cualquier comentario y me sumerjo en la primera colchoneta que veo. “Perdona guapa pero hay una pila de colchones junto a la puerta. Este es mío”. La silueta de una mujer rotunda con los brazos arqueados se ha plantado a mis pies a la espera de que reaccione. Me levanto y consigo ver su cara redonda y su pelo desordenado. Prefiero no entrar en combate y me aparto sin decir una palabra. La música ya ha empezado a sonar y Juan hace los primeros movimientos atléticos. Todas le seguimos. Cada una a su estilo.

Me dejo llevar por el ritmo y empiezo a sudar. Las canciones de gimnasio siempre me recuerdan a eso, a gimnasio. Luego ando por la calle o escucho la radio y me parece que todavía sigo en clase. Los mismo pasa cuando compras ropa. Da la sensación de que todas las tiendas se ponen de acuerdo en escoger la emisora. Luego te retumba la cabeza y lo único que quieres es tele-transportarte al sofá. Como cuando sales de noche hasta tarde y llega la hora de volver a casa. Todos hemos deseado aparecer en la cama en un “pluf”.

Un pelotazo en la cabeza me devuelve a la clase, “te toca a ti, pásasela a alguna de tus compañeras”. Recojo el balón del suelo con el ojo todavía dolorido y la lanzo sin mirar. A ver quién tiene reflejos.

Para mi sorpresa ha llegado el final. Apagan la música, todas aplaudimos y yo suspiro aliviada. Recojo mis cosas con discreción y me dirijo a la salida, “te olvidas la toalla”. Juan la sostiene con la mano y me sonríe como si me acabara de salvar la vida. Se lo agradezco, la cojo con suavidad y me suelta “¿haces algo esta noche?. Se me para el corazón, un nudo en la garganta me impide hablar y me apoyo en la pared a punto de caer al suelo, “¿estás bien?”. Me pone una mano en el hombro y me ofrece agua. Bebo un sorbo y me miro al espejo. Una gota de sudor me baja por la nariz, tengo la cara roja e hinchada y una mancha sobre el labio recuerda a un mostacho. ¿Cómo es posible? pienso. Me seco los ojos y me tapo la boca para esconder mi nuevo bigote. “la verdad es que ya tengo planes”, miento. Juan saca un papel del bolsillo y escribe su número, “llámame cuando tengas un hueco y tomamos algo”, asiento en silencio y me voy.

Me ducho y me visto con la mente en blanco y salgo a la calle sin peinar. A lo lejos veo a Juan junto al semáforo. Cuelga su bolsa de gimnasio en el hombro y se apoya en una farola esperando para cruzar. Se yergue al ponerse la luz en verde, se coloca la camiseta de un tirón y me fijo en los calzoncillos de super héroes que le asoman por detrás. Puede que le llame.